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hasta debieron suspender su viaje, durante toda una estación, mientras sembraban y recogían lo necesario para mantenerse; y si algo resalta con admirables caracteres en ese éxodo colosal, es la figura del P. Montoya, apóstol digno de la epopeya por su heroísmo y por su genio.

Las orillas del Yabebirí, á donde arribaron por último los emigrados, sustentaban diez reducciones desde 1611. Allá fueron acogidos, empezando recién con su establecimiento la existencia firme del núcleo central del Imperio, y las fundaciones definitivas que, andando el tiempo, serían los treinta y tres pueblos célebres. Las trece primeras recibieron los mismos nombres que las abandonadas de la Guayra, estribando en esto, sin duda, los errores cronológicos de Azara y de sus secuaces.

Así, pues, el centro del Imperio se había desplazado; pero aquellos hombres, con un tesón digno seguramente del triunfo, no abandonaron su proyecto.

Treinta años después, florecía ya vigorosa la conquista espiritual en el nuevo territorio, á través del cual, y dominando ambas márgenes del Uru-