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arroyos clarísimos, que acaudalan con violencia á cada paso las lluvias, figuran en el paisaje como un verdadero adorno formado por enormes ramilletes. Los pantanos nada tienen de inmundo, antes parecen floreros en su excesivo verdor palustre. Los naranjos, que se han ensilvecido en las ruinas, prodigan su balsámico tributo de frutas y flores, todo en uno. El más insignificante manantial posee su marco de bambúes; y la fauna, aun con sus fieras, verdaderas miniaturas de las temibles bestias del viejo mundo, contribuye á la impresión de inocencia paradisíaca que inspira ese privilegiado país.

Reptiles numerosos, pero mansos, causan daño apenas; los insectos no incomodan, sino en el corazón del bosque; hasta las abejas carecen de aguijón, y no oponen obstáculo alguno al hombre que las despoja, ó al hirsuto tamandúa que las devora con su miel.

Las mismas tacuaras ofrecen en sus nudos un regalo al hombre de la selva, con las crasas larvas del tambú, análogas, sino idénticas en mi opinión, á las del ciervo volador, que Lúculo cataba goloso.