Mis dudas y mis vacilaciones, á este respecto fueron grandes, llegando al estremo de leer cuatro ó cinco veces seguidas, tanto la ida como la vuelta de Martin Fierro. Estas dudas solo se disiparon, cuando al aparecer la obra titulada «América Literaria», (colección de trozos escogidos de los primeros poetas y prosistas americanos) vi en el prólogo escrito por el doctor Juan Antonio Argerich con referencia á la sección argentina las siguientes palabras, en que después de haber juzgado con demasiada parcialidad, por cierto, á Olegario V. Andrade y á Estanislao del Campo, exclama «Qué diferencia con Ascasubi y con Hernandez, lisa y llanamente insoportables y prosaicos!»
Habiendo sido catedrático de literatura en el Colegio Nacional, la persona que esas frases estampaba en un libro que debia tener —como ha tenido- gran circulación, no podía extrañarme ya, cual era la causa de haber eliminado de los estudios de literatura, el nombre del poeta eminentemente nacional, de que voy á ocuparme, no con la erudición y detenimiento necesarios, pero sí con la buena fé del que vá á exponer juicios propios que en forma alguna se separan de las reglas del arte, como trataré de demostrarlo.
Para los que así opinan, imperan, desde luego, el charlatanismo, la ingenuidad, el espíritu de sistema y la seca retórica de los pedantes sin facultades creadoras, á quienes tanto critican, siendo por otra parte, letra muerta para ellos, los justos, bien pensados y mejor escritos juicios críticos que habrán de preceder al mío.
No era el señor Hernandez —en mi concepto— el poeta, irresoluto y tímido, ni estaba ajeno de antiguos resabios, aun cuando muchas veces le veamos fluctuar, entre un pasado de que no quisiera apartarse, un presente lleno de corrupción y de personalismos, y un futuro que le causaba espanto y le llenaba el alma de la melancolía y amargura de que están impregnados algunos de sus magníficos versos.
El autor de Martin Fierro, no es un caso aislado, no obstante el género que cultivó. Mármol, Echevarría y Andrade también sufrieron las mismas angustias de ver cómo desaparecían los tiempos casi patriarcales, á impulsos de la civilizacion y del progreso; progreso que traía consigo refinamientos y costumbres hasta entonces ignoradas y que al propio tiempo que gustaban de aquellos y de éstas los seres humanos perdían, como por encanto, su adorable sencillez y la ingeniudad que tanto los caracterizaba, en los primeros albóres y aun casi á mediados del siglo de las luces.
El gaucho, en este concepto, era retardatario; costábale gran trabajo desprenderse de sus costumbres; por eso era mirado con recelo; por eso se le trataba injustamente y hasta se le despreciaba. ¿Qué estraño es, pues, que el señor Hernandez haya tronado contra estas injusticias y esos absurdos, tratando al propio tiempo de perpetuar una raza noble, hospitalaria, generosa, varonil, sóbria y trabajadora....?
Martin Fierro, tan enérgico tan arrogante, tan varonil, compendia en sí. —por incomprensible é inexplicable paradoja,— el máximum del valor personal y la suma de la debilidad humana.
Extraño contraste: tiene valor paracuclhar, cuerpo á cuerpo, con diez, con veinte hombres, no importaba con cuantos y no lo tiene para romper con el pasado y seguir la corriente de los demás seres. No quiere matar y mata, ó lo que es lo mismo, tiene valor para hacerlo, pero es débil para resistir los impulsos que le incitan á ello, ó para acatar con resignación el fallo de la suerte.
Y, sin embargo, Martin Fierro, en los momentos de vacilación y de desesperación, cuando vacila ó cuando llora, cuando canta ó cuando rie, es varonil, es fuerte y en esto no se parece ciertamente, ni á Anastasio el Pollo, ni a Santos Vega, ni á Juan Sin Ropa.