toda clase de crímenes, desde el suicidio hasta el duelo, y desde el duelo hasta el asesinato vulgar, producen una especie de epidemia moral, que se traduce en otras tantas ofensas á las leyes divinas y humanas, si no las multiplican.
En hora buena que se condene los abusos, y se disculpe ante los jueces que la sociedad se ha dado, los extravios á que pueden conducir la falta de educación y las injusticias, de que un hombre puede ser objeto.
Pero la misión del escritor filosófico, del moralista que pone libros en manos del pueblo, consiste en condenar no solo á quien oprime, sino al oprimido que á su vez abusa de su fuerza, y huyendo de sus enemigos se convierte en enemigo de sus semejantes.
El señor Hernandez, que indudablemente posee las aptitudes necesarias, para hacerse escuchar, tiene una alta misión que desempeñar, ensanchando su esfera de cronista, haciéndose maestro de los gauchos que lo leen con avidez, inspirándoles aversión al puñal, repugnancia á la sangre, levantando, en una palabra, su nivel moral, abriéndoles horizontes que su vista, habituada á explorar la pampa, no ha descubierto todavía.
La tarea debe comenzar por enseñarles á conocer á Dios, mostrándoles que la compañía de una buena conciencia y la esperanza en el cielo, mitigan los sufrimientos y obligan á amar los hombres.
Su héroe, dotado de una resistencia física que supera á la de la mayor parte de los hijos de la naturaleza, sería doblemente amable y poderoso, si adquiriera esa fuerza moral que domina las pasiones y encadena la carne al espíritu.
La oportunidad nos parece propicia para llevar á cabo un empeño tan generoso.
El perseguido, en vez de buscar asilo en las tolderías hoy puede encontrarlo en las ciudades, en las colonias, en las tareas agrícolas que han venido á modificar las condiciones sociales de los campos dominados por el pastoreo, que convertía á los gauchos en beduinos, y á los beduinos en siervos, que ignoraban que existieran hombres buenos y compatriotas justos.
El señor Hernandez, que ha tenido el poder de hacernos derramar lágrimas con la descripción de la tapera del rancho de Martin Fierro; que ha sabido tocarnos la fibra mas delicada del sentimiento, con aquella tierna despedida del vagabundo á las últimas poblaciones cristianas, está llamado á combatir con éxito las preocupaciones del gaucho contra sus prójimos, blancos, negros, nacionales ó extranjeros, ahogando en su corazón el odio con las semillas del amor.
Mientras que el campesino errante, perseguido por sus delitos, asilado entre los indios, arrojado de las tolderías por otra ola de sangre, no manifieste al regresar á su pago, como Martin Fierro, el arrepentimiento fecundo del hombre religioso, no debe dar por terminada su labor el poeta á cuyos cantos consagramos estas lineas, hijas de la admiración é inspiradas por el deseo de verlo á la cabeza de una cruzada regeneradora.
«La America del Sur» Marzo 9 de 1879.
El Gaucho Martin Fierro, es tambien una lección, es decir, lo que debe ser la poesía: una moral además de un arte, so pena de ser inútil, ó peor aún, perversora. Ese poema es un pequeño curso de moral administrativa para el uso de los comandantes militares, comisarios pagadores, y, cuantos tienes que hacer con el pobre gaucho. Allí están fotografiados, estigmatizados todos los malos patriotas, en imágenes verosímiles y verdaderas. Poner en la picota á los malvados, es tanto mas meritorio, cuanto de mas alto se les baja para hacer en ellos la justicia popular.
Muchas leyes y disposiciones hay tendentes á mejorar la suerte del paisano de nuestra campaña, pero dudo que ninguna sea mas eficaz que esos cuadros en que el abuso no dá contra una ley muerta sino contra una caricatura viva; porque como se ha dicho bien, «el ridículo es lo único que temen los que ya no tienen pudor ni remordimientos.» Y en este concepto estamos muy distantes de dar al autor de Martin Fierro el consejo que el