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Biblioteca del Congreso Nacional de Chile — 70
las provincias distantes escapan del yugo por su situación local [...] ¿Esperarán tranquilas ser envueltas en el infortunio de su metrópoli?” [1].


Henríquez se preguntó en seguida, sobre algún remedio que la revelación y la razón “estas dos luces puras que emanan del seno de la divinidad” [2] pudieran ofrecer para evitar tanto desastre. Su respuesta fue que las naciones tienen recursos para salvarse a sí mismas por la sabiduría y la prudencia. En cambio, no les es inherente un principio necesario de disolución y de exter minio. “Ni es la voluntad de Dios —dijo— que la imagen del infier no, el despotismo, la violencia y el desorden se establezcan sobre la tierra” [3].

Luego expresó aquello que era un sentimiento común en él y en los que lo escuchaban:


“Existe una justicia inmutable e inmortal, anterior a todos los imperios: justitia perpetua est, et inmortalis; y los oráculos de esta justicia, promulgados por la razón y escritos en los corazones humanos, nos revisten de derechos eter nos. Estos derechos son principalmente la facultad de defender y sostener la libertad de nuestra nación, la permanencia de la religión de nuestros padres, y las propiedades y el honor de las familias” [4]193.


Fray Camilo Henríquez concluyó la introducción de su homilía pronunciando “a la faz del universo” tres proposiciones cuya prueba constituía el argumento del discurso:


“Los principios de la religión católica, relativos a la política, autorizan al Congreso Nacional de Chile para for marse una Constitución.
Existen en la nación chilena derechos en cuya virtud puede el cuerpo de sus representantes establecer una constitución y dictar providencias que aseguren su libertad y felicidad.
Hay deberes recíprocos entre los individuos del reino de Chile y los de su Congreso Nacional, sin cuya obser vación no puede alcanzarse la libertad y felicidad pública. Los primeros están obligados a la obediencia; los segundos al amor de la patria, que inspira el acierto y todas las virtudes sociales” [5].


Después del sermón de Henríquez el secretario de la Junta, José Gregorio Argomedo, pidió en alta voz a los diputados el juramento de sostener la religión católica, obedecer a Fernando VII, defender el reino contra sus enemigos interiores y exteriores y cumplir fielmente el cargo que les había confiado el pueblo. Después del “Sí, juramos”, de dos en dos los diputados presentes, arrodillándose delante de un crucifijo que estaba en una mesa junto a dos velas encendidas, tocaban sucesivamente el libro de los evangelios.

  1. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, p. 34.
  2. Ibídem.
  3. Ibídem.
  4. Ibídem.
  5. Ibíd. pp. 34-35.