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Raquel Camaña

do con los cánones románticos, acabó por hastiarse del cariño leal y sencillo de su esposo, preguntándose por qué se había casado. Y, afanosa, empezó a crear su enfermiza imaginación las más extraordinarias combinaciones sobre lo que pudo llegar a ser la vida si se hubiera casado a gusto de su novelera fantasía.

De pronto, en un baile que rompe la monotonía de su existencia, en medio del lujo que tanto la seducía, Emma ve claramente hacia dónde se orientaba su emotividad después de esa larga y angustiosa crisis de hastío. Y, poco después, cuando la casualidad pone en sus manos el ramo de azahares con que de novia se adornó, presa de la cólera concentrada del impotente, lo arroja al fungo.

¿ Y ésa era su luna de miel? ¿Dónde están los lejanos países de ensueño hacia los que se va en silla de posta, bajo dosel de seda azul—cielo, al compás del canto del postillón, de las lejanas campanas y del sordo ruido de la cascada; dónde están esas puestas de sol admiradas a orillas del mar, entre el perfume de los azahares; dónde las noches en que ambos, desde la terraza de la "villa", bajo el estrellado manto. los dedos entrelazados, forjan proyectos para el porvenir; dónde los balcones del chalet suizo o del cottage escocés tan apropiados para cobijar su actual melancolía bajo el amparo de un marido que vista severa casaca de negro terciopelo, calce altas y finas botas, un puntiagudo sombrero y puños con vuelos de encaje?

Para engañar la espera del "Prince Charmant" que, en el fondo, sin confesárselo aún, constituirá el porqué de su vida en adelante, Emma compra un plano de París, y, dando asidero real a sus castillos en el aire, se abona a "La Corbeille" y al "Sylphe des Salons"; devora las crónicas mundanas, la crítica teatral; sigue la evolución de la moda, estudia, en Eugenio Sué, descripciones de mobiliarios; lee a Balzac,