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Raquel Camaña

do. Veíase a sí mismo en ese vil discípulo, pero veía a su yo unido a los sentimientos que más detestaba.

Su pensamiento, actuando, corrompía. Habría consagrado a sus teorías treinta años de vida pura; habría adorado la verdad, ante cuyo altar sacrificó fortuna, honores, familia, salud, amistad; se habría aislado en sí mismo, suprimiendo en él el ser sentimental, para ver, en la práctica, a sus teorías envenenando un alma, contagiándole un germen de muerte?

Precisamente ahí estaba la culpabilidad, la responsabilidad del maestro: en haber ahogado, a sabiendas, su ser sentimental; "en haber vivido unilateralmente la vida, y después de fabricar, en la soledad más absoli ta de su único pensamiento, teorías de acuerdo con la razón pura, pretender generalizarlas, querer guiar la vida humana como si la vida del hombre fuera tan solo vida de la inteligencia, como si el hombre no fuera un animal que piensa, que siente y que quiere, con relativa libertad".

Las teorías unilaterales, cuanto más perfectas son, son tanto más destructoras. Inofensivas en apariencia, dan desastrosos resultados. Llevan latente un germen de destrucción, porque no es posible deformar substancialmente la naturaleza humana sin cortar en lo vivo, sin destruir lo que se opone a la realización de sus teorías.

El Discípulo mismo encárgase de demostrar que las leyes de Alejandro Sixto no son aplicables ni aun a él mismo, tipo humano degenerado, que se aproxima, por la casi absoluta intelectualización, al tipo creado por el Maestro. Contándole su negativa a suicidarse, aun después del "¡Cobarde!" con que lo azotó Carlota, dice el discípulo qué: "Este episodio de mi vida será calificado de vergonzoso por los hombres; pero no por mí, que aprendí de vos, Maestro insigne, que esas palabras no tienen sentido". Y un poco más lejos se lee: "Puesto que todo es nece-