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Raquel Camaña

das, geranios y enredaderas cubiertas de flores moradas: nadie creería qué el invierno está ya avanzado. Parece verano. El césped verdísimo, las trepadoras, los rosales, las flores silvestres, cubren la montaña.

206 Y vamos orlando la bahía. Al frente se ve Algeeiras, ciudad española, blanca como bandada de palomas. Al llegar al cabo domínase la elevada eosta de Africa, vigilando el estrecho.

No tenía idea de que Gibraltar fuera tan hermoso. Su único inconveniente es el de no dejar de cañonçar ni un minuto: salvas y salvas avisan a España que el perro guardián, despierto, la acecha.

Las calles se ven llenas de andaluces, gitanos, marroquíes, con sus típicos atavíos; soldados ingleses vestidos de rojo como langostinos; mujeres de mantilla y pañolón; chicos curiosos.

El cónsul general de España y su señorita hija, en nombre de nuestro común amigo Manuel de Tolosa Latour, vinieron a saludarme gentiles y hospitalarios.

De Gibraltar fuimos a Algeciras, en buque, atravesando la bahía en media hora, y de Algeciras a Granada en doce horas de tren. Vale la pena: trayecto pintoresco, sol hermosísimo. Había llovido días antes torrencialmente, así es que ni pizca de tierra.

La montaña andaluza, tajeada por túneles, refresca los ojos y los oídos con sus cascadas; deslumbra y aterroriza con su panorama feérico; encanta con sus flores moradas y amarillas, con sus vegas fertilísimas, con sus caseríos blancos, blancos y coquetos, con sus habitantes donosos, parleros y campechanos.:

El regio hotel Casino Alhambra Palace, de Granada, nos hospedó. Llegamos al atardecer. No olvidaré la impresión de divino respeto que me dominó cuando, traspuesta la ciudad, penetró el coche