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Raquel Camaña

agradable melopea con el "tan—tan" desabrido, con timbales, tamborines, doble flauta o una especie de cítara o violín monocorde que corta agriamente el canto o el recitado de los mendigos líricos.

Y este pueblo tan sucio y tan sobrio es ágil y resistente hasta lo increíble. Tras cada excursionista montado en asno, camello o caballo, va un joven indígena a pie—descalzo, la cabeza arrebujada en el alto turbante cuyas siete vueltas le dan el largo exigido para servir luego de mortaja, vestido con túnica suelta, sucia, haraposa—y ese egipcio, armado de una vara larga, corre a la par de la cabalgadura cantando o charlando alegremente como piaría un pájaro. Si el viajero no sabe manejar, él guía, a pie, hasta coches; si no se le precisa, conversa, canta o reniega en su chillona y natural lengua con los otros muchachones.

200 Eso si, son eternos pedigüeños. Por seña o en mal inglés o peor francés exigen dinero para dar de comer al "budí", y para mascar ellos la jugosa caña de azúcar, inseparable y reconfortante compañera. Y al final de la excursión, el infaltable ¡ backchich!...

¡backchich!

Mientras se rechaza la oficiosa premura del que por asalto quiere bajarnos del asno y se defiende uno de los hombres—plumeros que sacuden el polvo real o imaginario o espantar moscas, no falta, en la playa, frente al "Ramsés' que espera a la caravana, cohorto de cantores o bailarines en pugna con los vendedores de chales, curiosidades y fruta.

Entre ellos hay mendigos bailarines y bien curiosos: uno vestía amplia hopalanda, hecho con remiendos de remiendos remendados; parecía imposible que uno sostuviera al otro... ¡y de qué colores!...

¡y qué suciedad! Descalzo, de pies callosos, con epidermis de un dedo de espesor, grietada en la planta y a los costados, bailaba el mísero viejo al son de