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Raquel Camaña

¡zas!, ¡tras!, en un santiamén los desparrama sin piedad.

Y le hacen gambetas y reciben gustosos los golpes con tal de quedar a la espera de la deseada moneda.

Entre nuestro "Ramsés" y la orilla colocóse cierta vez una chata con las escotillas abiertas. La chata se llenó de muchachitos que corrían por ella como ratoncillos.

Por diversión, arrojaron de a bordo los cobres a las escotillas. Y los chicuelos, como enjambre, uno encimado al otro, de cabeza atrás del cobre.

Semejan de corcho; rebotan, ruedan, se golpean, caen, saltan, se lastiman y no les duele.

Cuando el "Ramsés" va despacio, en lugares peligrosos por los islotes y escollos, se acercan al buquetidos en botecitos donde apenas cabe uno de esos peces—niños, de 5 a 8 años, completamente desnudo, armado de remos, dos hojas de lata en forma de triángulo que les sirven para hacer avanzar rápidamente el barquito y para desagotarlo continuamente, pues continuamente hace agua. La vela izada verdadera bandera de pelea, corre parejas, en sus remiendos, con el frágil casco de la navecilla. Y sin dejar de remar y de desagotar el barco, ¡ backchich...!

¡backchich!... ¡backchich!... chillan en animado vocerío mezclando esa bárbara y estridente voz con el escaso vocabulario inglés que el contacto asiduo con turistas les ha dejado.

Monedita adueñada va a parar bajo la lengua sin impedirles seguir gritando. Si de a bordo no les hacen caso, dejan el barquichuelo, trepan como babosas al buque y chillan, chillan hasta sacar tajada.

Desde las alturas más grandes arrójanse al Nilo para conseguir cobres. Recordaré la impresión de terror con que los vi disponerse a zambullir desde el pilar más alto del templo de Philo a la nave central