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Raquel Camaña

de parientes, de fieles, de amigos, seguidos por el pueblo fanático, acompañan a los peregrinos montados en camellos regiamente enjaezados, protegidos del viento y del sol por toldos de telas preciosasabanicados con pantallas de plumas exóticas que refrescan y perfuman al ungido de Alá.

Sola y a pie, recorrí las primeras mañanas los barrios adyacentes al cuartel europeo.

Cada paso era de avanzada en el reino de lo soñado leyendo "Las mil y una noches": El mercado, los bazares, las mezquitas, las casas, las callejuelas, el populacho, las mujeres, los desarrapados muchachos; los camellos, los burritos, los hermosísimos caballos árabes:

el lujo, la miseria, la suciedad única, la vida al aire libre; las costumbres, el lenguaje, la raza, los ademanes. los saludos, las miradas, las actitudes; la gentileza de los árabes, la servil fealdad de los egipcios; el color de los árboles, el color de los trajes, el color del cielo; el olor peculiar de esa chusma esclava, del incienso y de los perfumes de ciertas casas, de las frutas de sartén que al aire libre fríen; la belleza de las flores, las soberbias fresas apilonadas como frente a las casas" de nuestras estancias las sandías; la riqueza de los tapices, de las sedas, de los brocatos, de las telas recamadas de oro, franjeadas de plata; los curiosos amuletos, fetiches, estatuitas, escarabajos, ajoreas; las piedras preciosas hábilmente talladas, la mirada enloquecedora de las mujeres árabes tanto más provocativa cuanto más aisladamente se muestra en esas caras ocultas: los ojos míseramente enfermos de casi todos los egipcios; la suciedad, esa increíble suciedad oriental, todo obsesionaba en exótico desfile.

Y, animando ese cuadro vertiginoso de vida, el sol, "mirada divina", "ojo de Dios", dardeaba sus rayos de fuego.

¡Con cuánta razón te cantaron, oh animador