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El Dilettantismo sentimental

del agente de policía o del látigo del cochero que grita a derecha y a izquierda ¡ou a! ¡ou i!

Llegada al Continental, inmenso hotel separado por ancha y arbolada avenida de mágicos jardines enelavados en el corazón del Cairo, frente a la Opera; punto de partida de las principales calles,—centro de convergencia de todos los tranvías descansé el cuerpo con un buen baño y, esperando la hora de la comida, salí al balcón—terraza sobre el cual abría mi habitación. Mágico efecto sorprendió mis ojos: El jardín exótico de árboles gigantescos brillaba adornado de lucecillas de colores engarzadas en el verde obscuro cual pedrería luciente en esmeralda viya. La avenida y las calles que de ella abrían en abanico deslumbraban bajo dosel de luces armonizadas feéricamente. Abigarrada y rumorosa muchedumbre circulaba sin cesar. Así imaginé al Oriente cuando niña, leyendo "Las mil y una noches".

Jamás tan exacta encarnación de lo soñado me ofreció la realidad. Eso era mío, mío de cuando mi imaginación era tan poderosa, en la niñez y en la adolescencia, que no me permitía dormir sin contarme a mí misma inventadas, fabulosas y sentimentales historias cuyo infaltable escenario era el Oriente de lujuriosa vegetación, de mágica fastuosidad.

Más de hora pasé contemplando, bien arropada entre pieles, extendida en cómoda chaise—longuemientras el cielo se tachonaba de estrellas maravillosas, sólo comparables a las que engarza nuestro cielo de Jujuy o de San Juan.

Las sensaciones con fuerte sabor exótico renováronse en el comedor. Público cosmopolita, más, mucho más que el de la Cote d'Azur, de Suiza o de Nápoles: El Occidente y el Oriente estaban ahí representados. Ellas hermosas, lujosamente ataviadas, de gran etiqueta, europeas y mahometanas, conservando el sello característico; ellos, todos de frac; en cabeza