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Raquel Camaña

escenas: Montados en asnos chiquititos, la vara larga terciada a lo San José, uno en pos de otro, lenta, grave, ceremoniosamente, vuelven del trabajo. Ellas, con graciosa majestad, llevan sobre el hombro o sobre la erguida cabeza el cántaro lleno de agua. mientras conducen de la mano al niño grandecito o sostienen en brazos al tierno infante.

Con la puesta de sol coincide nuestra entrada en el Cairo. Camino al hotel, ábrese paso nuestro coche por entre abigarrada, exótica, rumorosa y mal oliente multitud.

Pululan hombres y chicuelos extrañamente vestidos. A primera vista, llaman la atención los árabes, esbeltos y majestuosos en el porte y en el andar.

Cubierta la cal por el blanco turbante, que ha de da siete vueltas al cráneo, para poder servir de mortaja, llegado el caso; envueltos con gracia soberbiamente serena en el amplio manto artísticamente plegado; calzados de rojas incurvadas babuchas, el infaltable junco en la mano — que más parece vara de mando que bastón de apoyo ; el porte gentil, la mirada altiva, la sonrisa hospitalaria, el ademán majestuoso, reina gran señor el árabe entre la muchedumbre egipcia servil y rastrera, esclava por herencia y por hábito..

Llenas están, calzadas y aceras, de vendedores ambulantes que ofrecen en toda forma su mercancía:

Flores que riegan con la boca ante el estupefacto comprador; colecciones de estampillas, de postales; frutas de la estación y de la sartén; baratijas, alhajas, falsas antiguallas, tapices, chales, dulces, chucherías, plumerillos espanta—moscas, escarabajos, amuletos, juguetes, pájaros amaestrados, bicharachos asquerosos, plantas en macetas, tejidos de oriente, collares, ajorcas, brazaletes, pendientes, anillos, piedras preciosamente talladas... Y los niños cruzan por entre las patas de los caballos, bajo la amenaza de la vara