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El Dilettantismo sentimental

y sin embargo, enceguecidos, hipnotizados como por idea fija, siguen bebiendo luz y color mientras por dentro el ser entero protesta, ordenando cerrar los párpados que el dios sol subyuga; ordenando cesar esa aterradora y luminosa visión de otro mundo.

De pronto, descansa confortada la vista en una mancha verde que a lo lejos descubre. Casi grito:

—¡Un oasis! cuando el tren lo bordea. Pequeño y riente grupo de palmeras graciosísimas baña sus raíces en límpida fuente. Y atrae, maravillando, el verde de la hierba que cubre la arena.

Jamás imaginé verde semejante. Si de esmeraldas, duras y brillantes, fueran esas hojitas, no igualarían en belleza a las que el oasis ostenta. Y qué contraste entre el mar rojizo del desierto y ese verde puro, fuerte, inmaculado. La luz vibrante, llena de vida, reverberante del oriente, acentúa los contornos con nítida precisión. Y el agua fresca gorjea entre la arena desafiando su sed insaciada.

Corre el tren. Atrás, muy atrás quedó el oasis.

Impera de nuevo, trágicamente desnudo y luminoso, el rojizo panorama.

Cruzamos oblicuando hacia el Cairo, vértice del delta famoso cuyos dos extremos, abiertos en abanico, son Port Said y Alejandría. A lo largo de la vía las ciudades nacidas en oasis llaiman la atención por los caseríos hechos de limo, de techos bajos y rectos, miserables covachas que apenas defienden del viento y de la arena a sus semisalvajes habitantes. Caravanas en camello, en asno o a pie, con vergen a las ciudades. Hombres y mujeres lentamente regresan del trabajo arreando los bueyes y vacas salvajes, arrastrando los primitivos instrumentos de labranza.

Harapientos, rotosos, cubiertos de pies a cabeza por ropajes sueltos, azules, rojizos, amarillos, blanros; ellas, arrebujadas en negros mantones, la cara oculta, la cabeza envuelta. Reprodúcense bíblicas