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Raquel Camaña

obligado a vivir entre gente de otra raza, de otro temperamento, de otros gustos y costumbres.

Por fortuna el sol y el bellísimo mar me consuelan recordándome que voy hacia la tierra que divinizó al astro rey.

En la madrugada del cuarto día enfrentamos el delta del Nilo y a poco andar divisamos el puerto.

Saludada con respeto la estatua de Lesseps, la compañía de los cuatro que al Cairo íbamos recorrió la eiudad, extraña como delirio, exótica, primitiva, ensordecedora, mal olientė y mareante, que se llama Port Said.

174 Horas después, almorzábamos en el tren que al Cairo se dirigía. Hasta Ismailia la vía costea el Canal de Suez. ¡Vanidad de vanidades y cuár poco asemejaba es angosto canal encerrado entre orillas que parecen desmoronarse al Canal que mi imaginación había forjado! ¡Si los buques que por él trabajoso y lentísimamente navegaban parecían peces fuera del agua, pájaros trepando colinas, enredaderas en hilos a flor de tierra!

Pasada Ismailia, importante población, el desierto inunda la vía. Miraban mis ojos y la inmensa, infinita, desoladora sensación los cegaba. Rojiza, metálica, finísimamente deleznada, la mortaja de arena cubre el desierto con suaves, graciosos, ondulados, acariciantes médanos. Brilla, reverbera, vive la luz. El cielo, puro, diáfano, sólidamente azul como precioso zafiro, luce por adorno sólo al sol. Y los ojos miran, miran; sácianse de color y de luz.

Y al cabo del tiempo minutos, horas? la soledad, el silencio, la cesación de movimiento externo hacen presa de uno y el terror con ellos. No quieren seguir mirando nuestros pobres ojos hechos a la vida viviente y no a la vida sorprendida por la muerte y fijada en ese feérico panorama; no quieren seguir bebiendo luz y color, únicos en su género;