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Raquel Camaña

no se veían en pleno mediodía. Y el frío iba en aumento.

De pronto, en la tercer hora de la tarde que precedió a mi embarco hacia Port Said, el sol rasgó las nubes e inundó de luz al volcán. Un espectáculo único para mí clavó mis ojos estáticos en la contemplación del Vesubio: De la cima al pie centelleaba, blanco y puro, vestido de nieve. Tan sólo la vía de cremallera que trepa a su izquierda marcábase negra y tristísima cual columna de ejército, inmovilizado por el frío.

Así abandoné el mediodía europeo que tan inhospitalario recibió en su invierno célebre de 1913 a los extranjeros que buscaron en las riberas mediterráneas la caricia del sol.

A bordo del Zieten, buque alemán con destino a Australia, dejé el mal tiempo a espaldas. Al día siguiente amaneció suavemente fresca la brisa marina, templada por ese sol que colorea tan intensamente de azul al Mediterráneo. Deseosa de gozarlo, inundada con él de alegría de vivir, pasé bajo su luz los tres días empleados por el Zieten en la. travesía de Nápoles a Port Said.

Y mientras bebía por todos los poros luz y calor, alegría, vida y juventud renovada, observaba sin querer la para mí extraña sociedad amalgamada en el Zieten.

Casi todos eran alemanes. Unos pocos ingleses:

No había más que mirar los pies de ellos y de ellas:

Largos. delgados, sin empeine, sin curva graciosa.

Un alemán llamó mi atención: Yo lo había visto antes; lo conocía. ¿Quién era ese tipo tan familiar?

Pasaba y repasaba haciendo el reglamentario ejerjicio y la visión preconocida se erguía en mi recuerdo. Pero, quién era? De pronto así la fugaz reminiscencia. Era el inveutor de la Cavorita, el célebre Cavor, protagonista del "Viaje a la Luna", ese per-