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AL CAIRO


La tercera fué para mí la vencida en lo que a la vista de Nápoles se refiere. Dos veces había entrado en el bellísimo Golfo con tiempo adverso. Y dos veces había salido de la ciudad acuarela sin poder admirar bajo esplendente luz su riente y gracioso panorama.

Por fin, en un 25 de diciembre, a las doce de un frío y luminosísimo día, pude gozar de ese espectáculo único en su género, no comparable con el ofrecido por Río de Janeiro, por ejemplo, como no es comparable lo gracioso y lo bonito con lo feérico y lujuriosamente hermoso.

Nápoles me prodigó días de sol, de alegría, de vida.

De pronto, la tormenta que caracterizó como cruelmente frío al pasado invierno europeo, se abatió sobre Nápoles. Desde el balcón del hotel, abierto sobre el golfo, frente Torreón del Oro, dominando a la izquierda el famoso volcán y a la derecha las colinas vestidas de vegetación y de coloreados caseríos, vi llover y llover un día y otro día. El viento huracanado agitar el mar volcándolo en oleajes furiosos tras los murallones del puerto; las olas batían el viejo castillo; el cielo y el mar uníanse en un gris pétreo preñado de amenazas; el Vesubio y las colinas