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Raquel Camaña

lenguas viperinas, persiguiéndome con sus saltos de fiera.

Distintos y unos; millares; innúmero y uno, uno sólo en la idea; particulares, individuales, encarnando la generalidad en el conjunto; facetas, matices, aristas de una única creación imaginativa.

Adheridos a la pétrea catedral, semejan surgir de ella. Los miraba y veía en ellos un símbolo:

Notre Dame era la fe que elevaba sus torres de piedra invocando la protección divina; los monstruos eran los prejuicios engendrados por esa mentira vital, prejuicios que se alimentaban de ella, agotándela y aterrorizando a los creyentes con amenazas de castigos eternos, de maldades terrenales, de cobardías internas, de venganzas, de espionaje, de denuincias de criminales instintos, de rabiosos celos, de enroscada envidia, de maldiciente lengua de monstruosa crueldad, de demoniacas pasiones...

Pasado de estas viejas tierras, ¡cómo vives en las piedras de tus catedrales! Y cómo, a pesar nuestro, luchando con la razón que te denigra, el sedimento de ancestrales prejuicios que en nosotros lle vamos, ese pasado viviente, te venera, te ama, ae postra ante ti sin discutirte.