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Raquel Camaña

Llegó el tren: Venía atestado. Imprudentes, llegamos a interrumpir un sueño idílico. A buscar otro sitio. Gritan: ¡Viajeros al tren!—cuando avisa un compañero: ¡ Aquí hay lugar!—Invadimos: Un solo pasajero dormía como un tronco. Nos instalamos.

Llega el guarda:—Salgan todos los hombres: Este es un reservado para señoras solas.—Y, ¡zás!, ¡trás!, sacude al dormido quien, entre rezongos y amenazas, sale trastabillando. Síguenlo los demás. ¡Y quedó sola. en un departamento bonito y cómodo!

Luchando con el sueño que pesaba sobre mis párpados, vi desfilar la bien cultivada campiña francesa hasta París. Allí nos dividimos: El ingeniero tomó un auto con llantas de goma; el marino argentino, un fiacre cuyo cochero lucía artístico chaleco—pescado, a grandes vistosos cuadros. ¡Lo que el ingeniero le dijo mientras cargaban el equipaje! Ni andaluz, para tener tal gracejo.

En el inter, sin desperdiciar un segundo, ya se conquistó, de ojito, a una francesita monona que lo miraba embobada.

Mi padre y yo dejamos los bártulos; tomamos un simón con cochero de galera blanca pintada con frescoral y ¡Al Hotel Corneille!, rue Corneille 5, en pleno Barrio Latino.

—No sé qué calle será ésa—nos espetó el auriga, y no hubo tutía. Pero, pregunta que te preguntarás, dimos con el hotel: A la vuelta del Odeón, lindolimpio confortable. No era mi tipo. Yo quería un hotel de estudiantes: Ahí no podía haber vivido Museta ni soñado Mimí.

—¡Cochero, vamos al Saint Pierre!

Pero, son millonarios—relativamente los estudiantes de hoy? Esta pieza, pobre y todo, es coquetona.

Mi gesto de desagrado trajo una explicación.