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Raquel Camaña

F Al fin arrancamos, pasajeros en un coche tirado por un caballejo peor que Rocinante. Era de oir al ingeniero español más salado que la marcharlando con el auriga en francés caló populachero; encantándolo hasta hacerle olvidar los gritos de ánimo con que incitaba a trotar al rocín; haciéndolo quedar en suspenso con palmo de boca abierta, llena de risa. Nosotros sentados; ellos de pie, entre bártulos, llegamos a la estación.

Pesado el equipaje, al obligado: Cuándo sale el tren?, siguió un: Lo mismo puede salir con media hora de atraso que con cuatro, pues espera el buque inglés que atracará esta noche en Calais.

Se nos cayó el alma a los pie Imaginen un día de trajín, de emociones, y no pocas, sin dormir la siesta ya habitual a bordo, con espera de toda una noche y ahora de toda una madrugada...¿Qué hacer?

A nuestros compañeros, se les ocurre una solu ción: Cenar. Buen hambre traíamos. Frente a la estación había un hotel. Cruzamos, atraídos por la luz, y ¡pum! nos dan con las puertas en plena cara. Después de las 2 p. m. todo se cierra en Boulogne. ¡Adiós cena! ¡Y esperar, con hambre y frío, hasta las 4 ó las 5, para seguir viaje horas de horas rumbo a París!

Con eso no se avino nuestro compañero español.

Y, en el caló que constituía su especialidad: Andatú, pilluelo, ¿dónde se cena? Y ya se hizo dar señas.

No quiso aceptar guía por la catadura de apaches de los que se ofrecieron.

En marcha. A cada rato la pregunta: Será esta calle a la derecha del jardín? Aquí no debíamos doblar? Por fin, lo inevitable: nos perdimos.

El ingeniero ataja que te atajarás a todo bicho vi viente, barrenderos, verduleros que iban a mercar, serenos, vigilantes. Tropicza aquí, levanta allá,