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El Dilettantismo sentimental

Del puerto, mísero y sucio, se llega a la ciudad alta por ascensor o por tranvía a cremallera que trepa por una calle empinada encerrada entre dos muros de piedra.

Arriba, desde las plazas y jardines que abren al mar, la vista es como de cuentos de hadas. Todo lo poetiza la distancia; el mar absorbe los miasmas.

La costa, cubierta de enormes palmeras, naranjos y bananeros, es cortada, escarpada, lindísima.

Una hora de eléctrico a gran velocidad y contemplamos la playa de Río Vermeilho. Resulta aquello no imaginado por lo idealmente hermoso. Soñaba, cuando niña, esas tierras tropicales como hoy sueño las estrellas: No creyendo en la posibilidad de llegar a verlas.

Es el Río Vermeilho precioso, verde como el mar, claro y liso como espejo, de curso irregular, lleno de entradas, de afluentes, de islas. Sus orillas altas, de tierra rojiza como el bronce en la que brotan súbita y erguidamente los árboles más altos que en mi vida soñé ver. Enredaderas, orquídeas, claveles del aire, lianas, enmarañada y vistosísima vegetación parásita cuelga, se ase, trepa, se extiende, se enrosca, avanza, acaricia, abraza, ahoga la selva.

A orillas del río, casitas pobres, como bohíos africanos, asilan la población negra casi desnuda: los chicos, como nacieron; las madres, en camisa amplia y enaguas; al aire piernas y brazos largos y flacos.

De pronto el río se encurva y penetra mansamente en el mar besando la orilla lisa y blanca. A un lado, colinas y montañas vestidas de palmeras y helechos; a otro, peñascos abruptos; en medio de la bahía, amplia playa donde mueren suavemente las olas que, mar afuera, amenazan sumergir las balsas pescadoras.

De Río Vermeilho llevé a bordo azaleas y flor de