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Raquel Camaña

156 el mar lamiendo los pilares de la magnífica avenida; de nuevo, cierra la bahía el no imaginado Pan de Azúcar; vuelven a aparecer y a esconderse las islas llenas de jardines, los palacios como de hadas, las casitas verdes y rojas, las palmas soberanas. ¡Y de nuevo esa fragancia de Río! Es algo así como el perfume de nuestro olivo del Plata, pero aun más suave, más delicadamente capitoso.

Ya en el buque, rumbo al océano, no se sacian mis ojos de contemplar la bahía; y, hay quien se atreve a compararla a Nápoles! Pregunto a quien conozca los Andes y las sierras de Córdoba, por ejemplo, se atrevería a compararlas? No cabe similitud entre lo hermoso y lo lindo, entre lo majestuosamente bello y lo graciosamente bonito. Río es único.

De noche. Estábamos anclados frente a Bahía.

Horas de horas contemplé, encantada, las colinas vestidas mágicamente de luz: la ciudad, el puerto, las alturas y los valles relucían como si en ellos se hubieran asentado millares de luciérnagas.

Hoy desembarcamos haciendo la travesía en bote. El mar, como aceite; el cielo, sin una nube; un sol abrasador, pero una brisa riquísima.

Arribados, que decepción produce la ciudad! Jamás imaginé nada igualmente pobre, sucio, extrañamente feo. Un hedor, que ni con algodones en las narices se cruzan sus callejas sin marearse.

La población toda negra. Ni en Africa. Los blancos hacen excepción y deshonran la raza por lo pálidos, flacos, entecos. Las mujeres ricas, pintadas, parecen pejerreyes enharinados. Ellas y ellos abusan de los brillantes con tan mal gusto que aquello sí merece el nombre de "piedras".