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Raquel Camaña

divisamos la entrada de la bahía. Todo lo que de ella se diga es nada. Su mar, de lejos, en fajas violáceas, verde—cerúleo, argentado. Al acercarse se quiebran, se funden, se superponen esos colores en la ola mansa, casi dormida, en el centro del puerto; ola que rompe en cresta de espuma, en surtidores, en lluvia finísima contra las costas, contra los 70 islotes que pueblan la bahía.

Las montañas de la orilla. las islas, la playa toda cubierta de vegetación tropical de un verde único que sacia los ojos de vida; las palmeras ondulando en cerros y lomas, en valles y quebradas, dibujando arcos y penachos que parecen suspendidos entre nubes plomizas y azules, agujereadas de trecho en trecho por la resplandeciente luz tropical. Y asidas a los cerros o recostadas en la playa. coquetonas casitas, magníficos palacios, regias residencias veraniegas.

Nos internamos en la bahía. Desfilan las fortificaciones de Río y allá, al fondo, entrevése, graciosa, bellísima la ciudad única.

Bajo repentino chubasco nos embarcamos en el vaporcito que nos dejará en el puerto. La bahía, tempestuosa. lo hace bailar y embarca a cada vaivén furiosos oleajes. Atracamos frente a amplia escalera de granito, siempre bajo la lluvia. Bajamos con peligro de ser deshechas entre piedra y bote a causa de la marejada. Ya en Río, pregunta aquí, pregunta allá, dimos con el tranvía hacia el Jardín Botánico, después de recibir y devolver colección de "excelencias" y "señorías".

Decir cuán bello es Río, me parece imposible. Su Avenida Central más uniformemente edificada que la nuestra de Mayo, con bonitos palacios rococó, con aceras artísticas; su Rua d'Ovidor hirviente de vida comercial; su Bulevar Marítimo soberanamente hermoso, dominado por el Pan de Azúcar, bordeado de jardines tropicales, cortado, al fondo, por los peño.