le prestaba diariamente la comunidad—familia, sociedad habitual, ocupaciones, negocios, estudios, corrillos, lecturas—y lo típicamente humano aparece perfilándose.
Saber ser espectador en ese microcosmos es la tarea más agradable y provechosa.
Recuerdo con placer inefable lo que aprendí observando en mi primer viaje.
Amigo y confidente de toda la Punta Brava, argentinos, chilenos y brasileños, por otro nombre la Sociedad del A. B. C., habría penetrado, sin saber cómo ni cuando los múltiples y secretos manejos de todo un mundo en pequeño. Como ante el Diablo Cojuelo levantábanse los tejados, ante mí corríase la incógnita de las mil intrigas amorosas que se urdían a bordo.
Desde mi mirador, sentada en el puente de paseo, abierto sobre la tercera. y de perfil al mar, de frente a uno de los salones, intentaba leer, noche a noche, tarde a tarde, mañana a mañana. En interminable teoría desfilaban los pasajeros, distrayendo al cabo mi forzada atención el presunto manejo de algunos de los del A. B. C. Y hasta cuando deseosa de gozar tranquilamente admirando al siempre uno y vario como el hombre, al mar amado, tendida en la hamaca, fingía dormir, los paseos interesados de a'guno de los de la Punta Brava forzábanme a abrir los ojos y oídos para condolerme de los duros desdenes o de la cuita amorosa que venía a desahogar en mí—paño de lágrimas, saco de penas, como entre broma y veras me apodaban..
Unica mujer admitida en el A. B. C., tenía que ser para ellos hermana y compañera, confidente y consoladora, amiga y consejera.
Cuánto aprendí a conocer de la naturaleza del hombre, de su franqueza y lealtad, de su sinceridad de cariño femenino, de su profunda ingenuidad de