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El Dilettantismo sentimental

rable esplendor! ¡Y qué decir de esa hospitalidad jujeña abierta franca y leal como virtud legalmente heredada de la madre España! Al otro día, al recorrer en automóvil la campiña que engarza la ciudad, decíales ¡hasta pronto! ¡Cómo pensar en no volver a admirar el panorama que desde la otra banda ofrece la ciudad y su anfiteatro de montañas arboladas, mullidas ante los ojos como sedoso terciopelo; cómo despedirse del pintoresco Río Chico ni del amenazador Río Grande, sobre el cual cruza atrevido un puente que ofrece los más seductores puntos de vista; cómo no desear recorrer a caballo toda la sierra que a la mano está, recorrerla de naciente a poniente y de sur a norte, en círculo, ascendiendo hasta dar con la meseta o transponiéndola hasta descubrir nuevas cadenas! Amo la montaña como a mi madre terrestre. De ella me seducen hasta sus rápidas y amedrentadoras tormentas, sus huracanados vientos, sus peligrosos senderos. sus grutas y puentes cavados por los ríos, sus ásperas cejas, sus recónditos valles.

Amo a su panorama, riente en Córdoba, en San Luis, en Salta, en Tucumán, en Jujuy; amo a su desnudez trágica en San Juan y Mendoza. Embriágame como vino nuevo su selvático aroma cuando, después de fuerte granizo, quéjanse las plantas martirizadas enviando, desde lejos, olor a tomillo a poleo, a menta, a hierbabuena. Todo. en la sierra, habla de harmonía, de gracia, de belleza. Una puesta de sol en los abruptos andes sanjuaninos refléjase de poniente a oriente oponiendo el rojo al rubí, el anaranjado al oro, el violeta al azul turquí; una puesta de sol en el plácido Jujuy funde harmoniosa y blancamente los tintes más suaves pasando del rosa purísimo al celeste pálido y cristalino sin aparente gradación.

¡Cómo no comprender, ante esa espléndida y vir-