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Raquel Camaña

peligro, bien pronto la belleza del panorama fijó mi atención.

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Como acabados de crear, la montaña, el valle, la selva, el río, ofrecíanse en virginal belleza. Y, allá, al frente, al otro lado de la sierra cuyo descenso emprendíamos, el río Mina Clavero surgía en mitad de la peña. Semejante a grifo gigantesco brotaba recto el chorro de agua salutífera; se incurvaba de pronto y descendía paralelo a la montaña hasta golpear contra ella, rebotando en cascada bellísima; otra y otra vez contra la abrupta peña, derramábase cual profusa y ondulante cabellera en sinnúmero de cascadas espumosas.

De cerros cercanos bajaban torrentes entre la verde espesura. Negro y blanco, a parchones, era el correr de sus aguas: Negro en los breves remansos, blanco en las burbujeantes cascadas. Y, allá abajo, Mina Clavero se perdía a nuestra vista, acrecentando con las ofrendas de arroyos y riachos vecinos. Rugidor, espumoso,, bravío, tronaba cavando el valle hondo y obscuro.

Arribada al pie de la Sierra Grande, esperé a mis compañeros. Sobre ellos había ejercido, también, su tónica influencia el admirable espectáculo, tranquilizados ya por la suerte futura, pues bastaba dejar que nuestros caballos se orientasen para que enderezaran seguros hacia la querencia.

Como reconociéndonos, pasada atroz pesadilla, nos miramos unos a otros: Abrigadas bajo lanudas caconillas, estilando agua, nosotras parecíamos ridícula oseznas. Pero, ¡ qué decir de nuestro compañero! Cụbierto por un ponchito colorado que bajo el apero llevó; teñido a hilos rojizos el fino jipijapa, el impecable traje de montar, los guantes que aun calzaba; los largos bigotes laciamente caídos, la marcial