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El Dilettantismo sentimental

en desesperante círculo, bajo los mismos árboles, junto a la misma pirca. Nuestro compañero bajóse y abrió brecha en esa pared de piedra que separa heredades en las montañas. Vano empeño. La sierra era más abrupta aún del otro lado de la pirca. Intentamos bajar a pie llevando los caballos de la brida: Resbalábamos con peligro de arrastrarlos sobre nosotros al rodar.

Agotadas las fuerzas, nos detuvimos: Eran las 9 de la noche: Hasta entonces no habíamos hecho más que buscar camino que nos permitiera descender de la Sierra Grande: No podríamos decir cómo ni por dónde habíamos trepado, pero caminos había, a estar a lo que los guías contaban al hablarnos de las cacerías de pumas.

Y las luces de los pueblos serranos se hacinaban allá abajo, muy abajo. Por la importancia apreciábamos que el haz más grande era El Tránsito; seguíale nuestro amado Mina Clavero y luego Nono.

A un tronco de esmirriado y apestoso arbusto atamos los pobres caballos, rendidos de fatiga. Nosotros, sentados sobre las monturas, cubiertos con los mandiles y caronillas, transidos de frío, encorvados bajo la lluvia, penábamos mirando las luces que allá abajo zigzagueaban, costeando el río, La montaña se poblaba de extraños rumores.

Sentíamos pasar, cercanos, olfateándonos, misteriosos animales que buscaban sus guaridas. Y, a la luz de los relámpagos, indagábamos, ansiosos, si nos acecharía un puma.

Pasó así mucho tiempo, tanto que creímos debiera estar próxima el alba. ¿Cómo saber la hora?

Mi hermanita llevaba por adorno en el cabello, como es hábito en las sierras, bellísimos tucos cuya luz. los asemeja a brillantes vivientes. Al claror de uno de ellos consultamos el reloj: No era llegada aún la media noche.