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contra los Moros, sino contra Francia, de tal manera que el Soberano de ésta, Luis XII, dijo un dia delante de toda su Corte: Yo soy el Sarraceno contra quien se arma mi primo el Rey de España.

Cisneros acudió al llamamiento de su Soberano, y á pesar de su edad y de sus achaques, se puso en camino en lo más crudo del invierno, en el mes de Febrero, haciendo cortas jornadas, en una de las cuales, cuando llegó al pueblo de Torrijos, le ocurrió un suceso de que debemos hacer mencion. Nuestro Cardenal, que tenía defectos y asperezas en su carácter, —¡quién no los tiene!— tuvo siempre una castidad á prueba de murmuraciones, y nunca quiso trato con mujeres, ni aun vivir bajo techado en que morase alguna. Cuando Cisneros, en su viaje á Sevilla, llegó á Torrijos, una dama principal. Doña Teresa Enriquez, hija del Almirante de Castilla y viuda del Duque de Maqueda, quiso alojarle en su palacio como antigua penitente suya, para lo cual le hizo decir que la dueña no estaba en el pueblo. El Cardenal lo creyó, se alojó en su casa, y cuando apenas habia reposado algún tanto, se le presentó la ilustre viuda, y entonces Cisneros, como si viera al mismo demonio, sin darla tiempo para explicarse, la dijo ásperamente: Señora, me habeis engañado; si yo os puedo dar algún consejo ó consuelo para salud de vuestra alma, os esperaré mañana en el confesonario. Cisneros tomó su capa, y muy disgustado se retiró á un convento de su Orden.

No ocurrió ningún otro incidente notable en el resto de su viaje. El Rey, cuando tuvo noticia de su llegada, salió á recibirle á algunas leguas de distancia, acompañándole toda la corte. Don Fernando necesitaba del Cardenal, y él, que tanto le habia ofendido antes, le honraba tanto ahora para borrar las huellas todas de las pasadas amarguras.

(Se continuará.)


C. Navarro y Rodrigo.