La preocupación de Cisneros en este tiempo era la expedición de Orán. Como Catón, inflamado por su austero patriotismo, decia siempre en el Senado de Roma: ¡delenda Cartago! Cisneros, iluminado por su fe y dirigido por su ardiente amor á Castilla, murmuraba constantemente al oido del Rey: ¡Vayamos á África! Si se le decia que el fisco estaba exhausto, replicaba él: «¡Yo tengo mis tesoros!» Si se le ponderaban las dificultades de la empresa, anadia al instante: «¡yo me pondré á su frente!»
Al fin D. Fernando entró en las miras del Arzobispo, y dio su consentimiento; pero entonces se desataron los enemigos de Cisneros, y le perseguían con sus sarcasmos y murmuraciones.
Todo anda trocado en España, —decian unos,— pues tenemos un Arzobispo que no piensa más que en ser General de los ejércitos y hacer la guerra en África, cuando el Gran Capitán pasa estérilmente su tiempo en Valladolid rezando rosarios.
Medrados estamos, —añadian otros,— que un Rey tan poderoso y acostumbrado á la guerra como D. Fernando, encuentra dificultades para esta conquista, y se encarga de ella un hombre que ha sido criado en un claustro, que no sabrá hacerse temer de los enemigos ni respetar de los soldados, y que expondrá las tropas á un desastre seguro.
Los hábiles, los profundos, los maquiavélicos de aquel tiempo, para destruir la influencia de Cisneros en la corte, murmuraban que lo que quería era comprometer al Rey y á la nobleza en aquella guerra fatal para seguir él como único amo de Castilla, y añadian