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LEOPOLDO LUGONES

—Y los hombres de los tiburones!... —rió doña Irene con su buen humor habitual.

Toto le plantó con cariño burlón dos besos en las mejillas.


XLIII


Suárez Vallejo y Luisa aprovechaban con gran prudencia las ocasiones de hablarse. Muchas veces no podían hacerlo; pero esa misma contrariedad purificaba su amor con la palidez ardiente de una llama esencial, y las almas iban desposándose por los ojos en el apego de una dulcísima aflicción.

Enterado por ella de la oposición que presumía, y que nada, seguramente, lograría vencer, impusiéronse como primer sacrificio el secreto de sus amores. "Nuestro tesoro escondido" había dicho ella con mimo delicioso.

Todo seguiría igual, sin aparentarse mayor indiferencia, sin escribirse, salvo en casos extremos, para evitar la infalible traición de las cartas, sin buscar otras ocasiones de encontrarse, ni variar por parte de Luisa la resolución de distraerse que aconsejaba el doctor. Así, hasta que ella, dueña de su albedrío...

Mas una sombra fatídica obscureció su frente. Suárez Vallejo sintió desvanecerse la voluntad en la palidez de las manos que acariciaba.

—Te he dado mi vida, afirmó resuelta; y si tú lo dispones, si debe ser así, esperaré... Pero tengo miedo.

—Miedo, mi amor?...