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LEOPOLDO LUGONES

Tato le acarició la barbilla:

—Estás preciosa y te admiro. Retiro mi frase, en homenaje a tu sabiduría. Bravo, señorita! Razona usted sobre el amor como si estuviera enamorada.

Y ya en el zaguán:

—Qué le digo a Adelita?...

—Que la quieres mucho!

Sintió de golpe, como un alivio, el encanto de aquella despreocupada simpatía.


XXXVII


La tarde habíase nublado con calurosa densidad; de suerte que cuando Suárez Vallejo entró, el salón estaba casi obscuro.

Toda la angustia de Luisa desapareció. La butaca habitual renovábale aquella confiada blandura de reposo, unida a una franca satisfacción de que la tía Marta demorara allá adentro.

Puesta enteramente de negro, en homenaje a la devota "guardia", había conservado su capelina de terciopelo, más por olvido nervioso que por coquetería, aunque consciente ya de saberse linda para él.

En la penumbra que, al fondo, el ébano del piano desteñía con difusa luminosidad, era toda ella una larga sombra, cuya mancha precisaban, apenas, como dos toques a contraluz, el vago nácar de la frente, y abajo, en incolora pincelada, el reflejo curvo del escarpín.

Su propia alma parecía exhalarse en la levedad sombría del ámbar.