entera. Con qué facilidad contrariamos un afecto ajeno... La facilidad criminal de la puñalada...
—Pero nuestra honra... Las obligaciones de nuestra clase...
—Ahí está la tragedia. El honor del hombre arriesga y lucha. Mata o muere. Porque saber morir, eso es el honor. Para nosotras no hay dilema. No hay más que morir. Morir del alma, que es la verdadera muerte. Y para eso basta un instante. La felicidad tiene su día sobre la tierra. Un día no más... y cuando pasa... La honra, el deber, son imposiciones de los otros. Los indiferentes... No niego que tengan razón. Pero ¿bastará tener razón para imponer una desdicha irreparable?
—La vida se rehace... El error sentimental de la juventud o de la pasión se repara...
—No se rehace. No se repara. El secreto de la tragedia a que nacemos destinadas, está en que la mujer no quiere sino una vez. Vive fiel a ese único amor, o muere sin haber querido nunca. Esto no lo saben o no pueden entenderlo las dichosas que han cumplido su destino. Y no lo digo por reproche. Al contrario... Pero una vez, la primera y última, he querido satisfacer mi conciencia.
Calló un instante. La noche profundizábase más tranquila y más pura.
—Mejor—repitió volviendo a su frase inicial—mejores que Luisa nada haya sentido. Un afecto imposible o desigual la mataría. Me causa, no sé por qué, la ansiedad de los seres predestinados.
En la sombría frescura de la serenidad, vibraba como un canto lejano el silencio transparente de la noche.