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LEOPOLDO LUGONES

En la nocturna serenidad dió las once un reloj lejano.

Un divino soplo de amor palpitaba en la sombra inmensa.

La tía Marta hablaba con melancólica lentitud, como meditando:

—Mejor es así, pobre criatura! Tienes razón, Irene... Porque... aun cuando la necesidad lo imponga... ¡puede ser tan grave contrariar un afecto!...

—Y aunque no llegara a ese punto. Pero qué violencia tener que despedirlo con algún mal pretexto, o con un desaire, siendo tan caballero, tan culto, tan simpático... Y no habría remedio... Por eso era mejor hablar, prevenirse... Tristán, a pesar de su blandura, es en esto más intransigente que yo. Como todos los caracteres impresionables cuando se aferran a un principio. Ese joven...

—Pero yo no me refería a él. El hombre lucha, padece; pero anda, se distrae. El alma de toda mujer digna del amor, es siempre una tragedia desconocida. Porque hay un misterio que sólo el dolor enseña: muchos son los que pueden querernos, sernas fieles, darnos hogar, hijos, consideración, fortuna. El que puede revelarnos el amor es uno solo. Y con frecuencia, también, uno que pasa o que no llega...

—Y a qué viene, Marta?...

La otra continuó sin responder:

—Ese amor puede no ser placentero... Causarnos a veces la vergüenza... Quizá la muerte... Pero es la dicha! La dicha, que alcanzada aunque sea un instante, vale todo eso y encanta la vida