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LEOPOLDO LUGONES

—Bueno, sí; es verdad; me gusta. Y por lo mismo—usted se va a asombrar, tal vez a burlarse por lo mismo, tengo que inventarme una ausencia. Hay que evitar que esto acabe mal... Como puede suceder... Porque ni yo tengo cómo... ni ellos consentirían nunca... Conmigo... usted me comprende.

—Yo no veo lo mismo. Es una exageración. Si la chica lo quiere, usted no tiene más que hacerse de su carrera consular. Y para no andar con venias judiciales y escándalos de esos...

Detúvose un instante:

—Qué edad tiene? Debe andar por los veinte años.

—Va a cumplir diecinueve.

—Diablo! Es un poco largo, pero qué se le va a hacer. Yo también opino que don Tristán no ha de consentir. Es hombre de principios... Como todos los débiles—dijera mi tío ...

—Pero esto es hablar por hablar, amigo Cárdenas. Vea lo que he pensado. En el ministerio, hay que comisionar alguno, o algunos, para la inspeción de dos viceconsulados de frontera que parecen haberse convertido, por abandono, en dos sucursales de contrabando. Nadie quiere ir, porque se trata de lugarejos miserables y de un trabajo engorroso. Si pido eso, lo consigo en el acto, y me gano un derecho a la futura designación...

Cárdenas meditó un instante, acodándose sobre el bufete.

—Está bien pensado para la carrera. Y es muy suya la ocurrencia. Fuera de que como notario ya nada tiene que aprender. Pero no lo haga sin ha-