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EL ANGEL DE LA SOMBRA

nidas quien sabe por qué ocupaciones, doña Irene y su hermana retardábanse adentro.

Para mayor contrariedad, el episodio había trascendido, a pesar de las precauciones. No se hablaba de otra cosa entre la servidumbre del barrio; de la policía debió salir algo también; y por reacción comprensible, la misma reserva deformábalo ya todo, cuarenta y ocho horas después. Esa tarde no más, los compañeros de oficina, para enfadar al protagonista, sacándole de mentira verdad, narraban una novela cursi, en la cual Luisa era la víctima heroicamente salvada de una misteriosa agresión.

Encogiéndose de hombros ante la habladuría, sin refutarla, que era tal vez lo mejor, dirigióse aquél a la casa de los Almeidas; pero cuando estuvo próximo, no pudo menos de advertir con disgusto caras curiosas en balcones y portales.

Pasmada ante esa actitud, para ella absurda, Luisa agravaba con su silencio, que parecía una participación, la severidad de Suárez Vallejo. Por qué, otra vez, poníase así con ella?... Qué tenían todos para estar con ese gesto?...

La lección desarrollábase fatigosa, insípida, visiblemente apremiada por el profesor, cuando entró doña Irene. Abrazando por detrás la cabeza de Luisa, que con lánguida gracia se abandonó a aquel mimo, su inquietud maternal, revivida a cada momento, volvió, intempestiva, sobre el asunto:

—Qué alegría verlos otra vez así, como si nada hubiera pasado...

Oyóse distintamente en el comedor el timbre del teléfono.