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LEOPOLDO LUGONES

ciló entre darle un empellón o un abrazo. Pero, insistiendo en su severidad:

—Bueno, entonces. Te prohibo hablar una palabra más de todo esto. Lo que yo quiero decirte es...

—Sí, don Carlos—rió francamente—que no haga cosas de negro...

—Y que tienes que respetar a esa señorita...

—Sí, don Carlos—interrumpió otra vez, enclavijando las manos con veneración. —Sí, don Carlos: como a una virgen de altar.

En su ingenua humildad, creía que se lo ordenaban, porque a una señorita así, debía ofenderla hasta la alabanza de un negro.


XXXI


Claro está que, el viernes, las muchachas esperaban a Suárez Vallejo con la broma. Pero él se mostró evasivo hasta la frialdad. Don Tristán, que asistía por primera vez a las lecciones, había dicho con una entonación de indefinible alcance:

—Habráse visto ocurrencia de negro!...

Tato estaba displicente; y aun que su desagrado estribaba en que la noche del concierto, Adelita, viéndolo más decidido, abusó adrede, para coquetear durante los intervalos con cierto galancete ocasional, declarándolo amigo de la infancia, Suárez Vallejo atribuyólo al mismo asunto.

Conforme siempre ocurre entre las personas de buena educación, la violencia separaba. El joven comprendía que, a pesar de cualquier mérito, nunca resulta lucido el papel de héroe policial. Rete-