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LEOPOLDO LUGONES

Aunque Suárez Vallejo intentara disimularse todavía la intensidad de su propio cariño, el recuerdo de Luisa dominábalo de tal modo, que al sentir los pasos, el polvo acumulado en un pliegue de la cortina, renovóle con punzante vivacidad la impresión del yeso en los cabellos de la joven.

—La que me hiciste anoche!—reprochó un poco atropelladamente a Blas, apenas lo vió en la puerta. Ya sé que ahora a las cuatro vas a declarar ante el juez. Anda tranquilo. Estás bien recomendado. Pero ¡meterse así, en una casa respetable! Qué miedo te entró?... No tenías armas?.... ¡Y qué cuestión era esa... Con un individuo de esa calaña... Polleras, seguramente!...

—Si nunca cargo armas, pues, señor!... Cómo iba a pensar! Y por unos miserables pesos!... Una deudita que tengo con unos vecinos. El se encargó del cobro, metiéndose de puro malo... y porque no quise tratar con él—¡cuándo es juez ni procurador!—ya sacó revólver. Me aventuró, y me asusté, don Carlos... Pa qué lo vaya negar... Pero las niñas ya me habrán perdonado... y usted también... Qué se van a fijar en el mal paso de un pobre... Y por eso yo... esta mañana...

—Esta mañana qué?...

—Llevé allá un ramo de flores.

—Un ramo?... Allá?...

—Sí, pues. Unas azucenas y unas rosas más lindas!... Estuve por presentarlo en su nombre... Después no me animé...

—Y quién te autorizaba a meterte en eso?

—Como usted le dijo a don Fausto el otro día... no?... cuando volvíamos del hipódromo... que