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LEOPOLDO LUGONES

—Mira, Blas, continuó, dirigiéndose al otro hombre, que habíase inmovilizado allá como un centinela—busca tu sombrero y anda por el agente de servicio. Que venga con el oficial, para que conduzcan seguro a este hombre.

Obedecido al punto, dió la espalda al malhechor que continuaba quejándose sordamente.

—No se descuide así!—suplicó la tía Marta.

Pero él apenas la oyó, pasmado ante lo que veía.

Luisa, de pie en el patio, destacábase sobre la hiedra del pilar medianero, inmóvil, blanca, al borde mismo de aquella sombra por donde la muerte acababa de pasar. Una de las balas había espolvoreado su cabeza con el yeso del refilón. Y ese candor anómalo, parecía en sus cabellos el reflejo de un esplendor invisible.

Desoyendo la orden que la tía Marta acató, aunque para lanzarse en busca de la servidumbre, siguió ella al defensor en peligro, guiada por una súbita certidumbre de salvación. Y allá se estuvo detrás de él, inmortalmente ajena al miedo.

Bajo su frente un poco inclinada, la sombra lúcida de los ojos profundizaba su hermosura en cejijunta obstinación de fatalidad.

En aquel instante de sobresaltado estupor, Suárez Vallejo la vió flotar lejana y enaltecida.

Pero fué la angustia de su amor lo que reprochó adorando:

—Luisa, por Dios, qué ha hecho!...

Alzó ella la cabeza con leve estremecimiento, y una centella de gloria exaltóse en la caricia de sus ojos. Idealizada como aquella tarde, por fugaz transfiguración, tendióle, sin hablar, las manos. Y