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EL ANGEL DE LA SOMBRA

pasos, a los que siguieron sin interrupción dos estampidos. Oyó claramente el pique de las balas detrás de él... Pero estaba ya sobre el agresor, que, dominado, hizo ademán de huir.

No le dió tiempo. Mientras con la mano izquierda lo asía por el pecho, tronchábale con la otra, a la vez, muñeca y revólver. Crujieron los cascados huesos, y al potente empellón que lo aplastó como un bofe contra un rincón del patio, sobre su mechuda lividez torciósele la boca en bramido de dolor y de rabia.

—Quieto he dicho!—insistió Suárez Vallejo, apuntándole ahora con el mismo revólver.

—En este instante, el fugitivo reapareció enarbolando una silla.

—Quédate ahí, Blas!—ordenó el joven sin volver la cabeza.

El desconocido, plantándose en seco, depuso el mueble.

Tía Marta llegaba a su vez por el comedor, con la media docena de criadas que había arrancado al lecho o al comenzado desarreglo nocturno, y que sin atinar bien la causa , seguíanla con azorado aspaviento.

—Qué desgracia, Señor! Todas mujeres! No estar siquiera el cochero!

Suárez Vallejo dominó la situación; y guardando prontamente el arma, dijo con sequedad, tras un enérgico chito:

—Que se retiren y acuesten. No hacen falta. Es un borracho y se lo llevarán. ¡Cuidado con alborotar a nadie!

Las criadas desaparecieron con sumiso silencio.