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LEOPOLDO LUGONES

Con todo, al levantarse los otros para salir, como Suárez Vallejo hiciera a su vez ademán de retirarse:

—No nos deja lección?—preguntó dulcemente, mientras, pretextando arreglar un fleco de la pantalla, ponía bajo la araña su rostro, para que el reflejo directo de la luz se confundiera con el rubor que le sobrevino.

—Pero yo suponía... —balbuceó Suárez Vallejo, asombrado de ruborizarse él también.

—Ah, no—dijo Adelita, quien, sabiéndose linda como nunca, y viendo con ello más rendido a Tato, sentíase generosa—no tienes por qué perder la lección, siendo tú la más constante. Ya que no vas al concierto ...

—Y que Marta se queda también... —decidió doña Irene, contenta de hallar alguna distracción para Luisa, cuya actitud de los días anteriores había acabado por inquietarla vagamente.

Alzó ella los ojos, dilatados por una súplica cordial que convenció a Suárez Vallejo.

En eso, y como la hora avanzaba mucho ya, la madre de Adelita, doña Encarnación, mandó decir que los esperaba a la puerta, en su carruaje.


XXV


Antes de empezar la lección, mientras la tía Marta distribuía adentro a la servidumbre órdenes y tareas, sentáronse los jóvenes bajo la galería que avanzaba sobre un costado del patio, profunda con la hiedra entretejida en sus pilares. A través de las hojas, donde a veces parpadeaban luciérnagas,