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LEOPOLDO LUGONES

que decírselo, gimió, dilatando sobre la ventana llena de cielo su mirada doloro sa:

—¡Qué le he hecho yo, qué le he hecho yo, Dios mio!...


XXIV


A eso de las once, mientras Suárez Vallejo practicaba en la escribanía, recibió de la tía Marta una invitación telefónica a comer.

Su rostro pensativo se aclaró de pronto; y aunque con cierta ansiosa vacilación, no pudo menos de comunicárselo a Cárdenas.

—Ya ve, ya ve... Lo que yo decía. Gente decente... Buena!—sentenció el escribano.

Y sin añadir nada, aumentóle el trabajo para acortarle así las horas.

Suárez Vallejo comprendió, agradecido.

Estuvo tranquilo, aunque muy contento; pero esa noche, cuando llamó a la puerta de los Almeidas, debió reconocer que el corazón le saltaba como un demonio.

"No es, pues, recurso de novela"—pensó.

Comíase un poco más temprano con motivo del concierto. Era la única novedad, aunque Suárez Vallejo creía advertir que todos estaban más amables con él. Experimentaba una satisfacción de regreso, y tuvo que cuidarse de no aparecer demasiado jovial. Sobre todo cuando Adelita le preguntó si eran interesantes las actrices francesas. La alegría de hallarse completamente ajeno a ellas, fué tal, que casi le desborda en incoherente risotada.

—El género no me seduce, respondió con des-