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LEOPOLDO LUGONES

El canto de los gallos era, a la vez, desolado y estúpido.

Tanto, pensó Luisa, como los versos que había intentado leer, y cuya artificiosa vaciedad comprendía ahora.

Si Suárez Vallejo viniera, se lo diría sin ambages. Porque era así

Pero no vendría. Indudablemente, no. ¡Estúpidos los hombres también, como el domingo, como los gallos, como los versos!


XXII


Vistióse, no obstante, con minuciosa lentitud, toda de negro, que era como más le sentaba, y dejando un tendal de trajes, aunque el preferido finalmente, antojósele, ya puesto, el peor de todos; pero cuando apareció en el comedor a la hora del te, doña Irene y tía Marta la encontraron preciosa.

Su pálida elegancia, agobiada por ligero dolor, era una lánguida perla. Nada más ingenuamente poético hasta lo luminoso, en la pura frente y las mejillas de nitidez virginal; mientras un temblor de apasionadas lágrimas y una divina claridad de esperanza, parecían abismarse a la vez en al inmensidad de los ojos atónitos.

—Amor de criatura!—exclamó doña Irene,—si estás, verdaderamente, digna de un príncipe!

Le prince charmant?...— murmuró ella con malicia melancólica.

El presentimiento labraba siempre, allá en el sombrío fondo del alma.