Como después de sus infantiles crisis de llanto, la noche del espisodio musical Luisa durmió con pesado sueño.
La clara mañana del sábado sorprendióla, al despertar, con una impresión de trivialidad vacía. Sentada en el lecho, tendió largamente al frescor que entraba por la ventana, abierta sobre la quinta, sus brazos desnudos. Durante un rato, estuvo sintiendo la incomodidad de una mecha sobre la cara, sin decidirse a romper la inercia que la invadía. Causóle asombro la dispersión de sus ideas, materializadas en fragmentos de imágenes sin relación entre sí. Parecíale tan grande su tranquilidad, que la abatía como un desamparo; mas, hallábase en realidad tan nerviosa, que el vuelo fugaz de un gorrión ante la ventana, sacudióla con profundo escalofrío. Advirtió, entonces, que tenía helados los brazos; y una desolación árida hasta arderle en los ojos con sensación de arena, cayó sobre la inutilidad de su vida insignificante. Qué era ella en la inmensidad del mundo?... Y sin embargo, su pequeñez ahogábase en tal inmensidad como en un calabozo. Pero no; aquella ansia no era sino el recóndito temor de algo que estaba eludiendo, sin atreverse, tan deslumbrador lo esperaba, a preguntarse qué sería.
De golpe, una sospecha traicionera hasta la maldad, la aterró petrificándola: Adelita coqueteaba con Toto para interesar al otro... A él!...
El eco de estas dos sílabas, pronunciadas en alta voz, la echó de la cama con un repelón de miedo.