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nas estaría aplicándole en silencio el consabido refrán imbécil.

Pero el escribano empeñóse, por el contrario, en buscarle distracción a porfía, fuera del juego, hasta dar con tres o cuatro actrices de la recién llegada opereta francesa, a quienes lo presentó con tanto elogio, que arriesgaba el ridículo. Para colmo de molestia, encontróse con Toto, cuya tácita malicia debió afrontar, cuando, habiéndolo éste invitado a irse juntos, por ser día de clase, tuvo que comunicarle su imposibilidad de asistir, y encargarle la disculpa del caso, sin hallar explicación sostenible.

Su fastidio fué tal, que lo indujo a extremar las cosas:

—Hasta el miércoles... O quizá hasta el viernes, porque no sé si alcanzo a desocuparme.

Iba el cupé a detenerse de regreso, en la puerta del club, cuando Cárdenas le dijo:

—No es por meterme en sus cosas, pero me parece que n o debe cortar usted con los Almeidas. Deje correr el destino, que es lo mejor...

Y animándose con la obscuridad casi completa, añadió sin mirarlo, mientras le palmeaba confidencialmente la rodilla:

—Pero si emprende la campaña, y por lo que pueda ocurrir, ya sabe que tiene amigos en este mundo.

Suárez Vallejo, saltando a la acera, respondió con jovialidad:

—Para campañas andamos, amigo Cárdenas! Métase uno a festejar millonarias, sin tener a veces ni con qué mandarles por cumplido un ramo de flores.