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EL ANGEL DE LA SOMBRA

La última nota excavó el silencio en un trémulo agujero de oro lóbrego.

Pasó un largo minuto sin que nadie se moviera ni hablara, como si el espíritu de la música fuera replegándose en una callada lentitud de alas inmensas.

La tía Marta continuaba ante el piano. Todos comprendían el motivo de su actitud: no quería que la vieran llorar, o reprimíase devorando sus lágrimas.

Suárez Vallejo miró de pronto a Luisa.

Pálida hasta dar miedo, hondos los ojos, una especie de sacudón la enderezó, rígida, bajo la involuntaria fascinación de aquella mirada. La ola de sangre que él sintió refluir a su corazón, pareció incendiar por reflejo el rostro de la joven, con violencia tal, que la obligó a echarse atrás como ante una llamarada.

—¡Tía... Tía Marta!—gritó con desesperada resistencia al fulminante arrebato. Y precipitándose hacia ella, estrechóse por detrás, rostro contra rostro, convulsa, aterrada, sollozante de miseria y de pequeñez.

El viejo regazo, a la vez materno y virginal, ofreció a aquella espantada ternura el refugio de los días infantiles. Serenaron la joven cabeza, como en un ademán de bendición, las manos empapadas todavía de música; mientras la dulce voz, aquella voz tanto tiempo callada, enternecíase consolando:

—Mi Luchita!... Mi pobrecita!