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EL ANGEL DE LA SOMBRA

arrobo lírico; y sólo de tiempo en tiempo, cuando la casa llegaba a quedar sola, sabíase por la servidumbre o por haberla oído casualmente al entrar, que tocaba, tal vez como ejercicio, algunos estudios.

Esa vez, consintiendo a medias, según Luisa lo indujo por la simpatía que hacia Suárez Vallejo le notaba, disculpóse, precisamente, con aquella excepción:

—Si sólo recuerdo, y mal, uno o dos estudios de Schumann...

—Trozos hermosísimos que siempre vale la pena oir. Y que seguramente ha de interpretar usted muy bien...

—...Porque es música de mucho corazón, completó Luisa.

—Lamento que insistan. Pero, por no hacerme rogar...

Y luego, ante el teclado que no recorrió, limitándose a la noble evocación de algunos acordes sobre los bajos:

—Veré de recordar una página divina, y sin embargo, poco ejecutada de Schumann: A la Bien-Aimée.

La música empezó a sonar, con una misteriosa dulzura que parecía sutilizar el silencio. Dulzura de padecer, que contenía todo el bien de la existencia.

Ambos oyentes se estremecieron.

Sentían formarse en la vaguedad de la sombra un ambiente de creación, que era el despertar de un alma.