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LEOPOLDO LUGONES

esclarecida blancura una ligera lobreguez de voluntad.

Teníanla por democrática y hasta libre pensadora, aun cuando nunca expresaba ni discutía ideas; y su práctica religiosa, limitada a cumplir con la iglesia, explicábase de suyo por la administración del hogar que doña Irene le dejaba.

Aquella tarde, como notara que en el salón había ya demasiada obscuridad para seguir tejiendo su encaje, encendió una lámpara de pantalla muy baja, a fin de alumbrar mejor la malla menuda. El extremo opuesto, donde conversaban Luisa y el "profesor", quedaba en la sombra.

Ellos también, contagiados por la desaplicación de la otra pareja, olvidaban cada vez más la clase, no obstante los buenos propósitos de aquél.

Sensible al interés que inspiraban a Suárez Vallejo sus visiones de chicuela, Luisa habíale referido su infancia.

Erale grato confiarse a la resuelta lealtad que de él emanaba con impresión casi física. Sentíalo, sin precisarlo, digno de su verdad. Su reserva, nada esquiva por cierto, constituía una especie de sucinta elegancia que le resaltaba como un temple en el desembarazo conductivo del andar. Y aquella impresión era tan evidente, que si bien Luisa advirtió a poco la falta de reciprocidad confidencial, siendo ella sola quien lo contaba todo, parecióle muy natural que él no le debiera ninguna atención por eso.

—A veces temo cansarlo—decíale con risueña franqueza—o que vaya a sentirse conmigo de-