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LEOPOLDO LUGONES

hacía saltar como cabritos los corazones juveniles, cuando en reída claridad granizaban su alegria los dientes luminosos. Vestía muy bien, con cierto retargo que por lo demás sentaba mucho a su tipo, y ávida de seducir, por dominio, que no por gentileza, no olvidaba detalle, desde la intención del reojo hasta la coquetería del pie. Nadie conocía con arte más instintivo, que es decir más perfecto, la atracción de la ingenuidad rebuscada.

Admirada por Luisa con sinceridad, como una muñeca preciosa, ponía aquélla en perfeccionarla una verdadera complacencia de hermana mayor, aun cuando tenía dos años menos. Sólo disentían en el detalle del perfume, que Adelita cambiaba según la moda, habiendo pasado últimamente de la Volkameria al Jockey Club, intensos y complicados; mientras su amiga conservábase fiel a la nobleza ligeramente sombría del ámbar, casi místico en su espiritual vaguedad. Así había resistido la tentación pueril con que la otra quiso inducirla a substituir "ese perfume de abuela", por el capitoso Bouquet Louise que debía corresponderle.

Todo eso denunciaba la cultura un poco fútil de la chica, nada dócil por lo demás en su propia ligereza. De suerte que la ocurrencia de la tía comportaba un feliz acierto.

Pero si Adelita la acogió con entusiasmo, su impresión no era favorable al "profesor". Parecíale, en suma, "demasiado filósofo". Y luego:

—No lo calificaré de antipático, no; pero lo hallo... este... cómo diré?... un poco fortacho. No sé... demasiado ancho de espaldas... el pelo demasiado corto, y tan renegrido... Y unas cejas