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LEOPOLDO LUGONES

tido blanco que le gustaba... Para que se muera contenta... Porque hoy se va a morir.

—Pero qué ocurrencia, criatura!

—No es ocurrencia. Anoche vino. Buscaba algo. Pasó junto ami cama y yo la oí.

"Una de tantas", pensó la tía, recordando las extravagancias habituales.

Para evitarle reprimendas, calló a su hermana el conato de escapatoria; pero como la enferma murió en efecto esa tarde, la misma Luisa refiriólo por la noche a Sandoval, delante de todos. Lo que nunca quiso decirle fué cómo había oído lo que pretendía, afectada quizá por los reproches que suscitó su propia franqueza.

Lo cierto es que no volvió ya a hablar de las voces. Fué pasando el tiempo; la crisis devota que el doctor esperaba para la adolescencia, no se presentó; y a los dieciocho años, la ya hermosa muchacha solo conservaba de sus rarezas, si tal nombre merecía, el excesivo retraímiento social motejado de orgullo por los extraños, aun cuando no era más que un dulce pesimismo.


VIII


—Me alegro, Sandoval, que halle buena la idea de tomar como profesor a Suárez Vallejo, afirmó doña Irene. Por más que a este caballero—añadió por su hijo—le parecía inconveniente.

—Inconveniente no, mamá. Lo que cería, y creo, es que debe reflexionarse antes de introducir un extraño. No basta que sea inteligente, culto, escritor, si quieres. Ya sabes que el linaje no me pre-