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LEOPOLDO LUGONES

y como tuve la suerte de salir ileso, emprendí al acto el socorro de los heridos. El cuadro era horrible, entre los vagones hechos pedazos y los escapes de vapor de la locomotora tumbada que podía estallar de un momento a otro, completando la catástrofe. Para mayor desamparo, los maquinistas y el conductor hallábanse entre los muertos. Procuraba multiplicarme, ayudado por dos o tres pasajeros ilesos como yo, aunque demasiado aturdidos para serme útiles, cuando vi que se me acercaba, cubierto de polvo, sin sombrero, pálido, un muchacho que con voz tranquila me dijo:

—Soy empleado de la compañía, doctor; puede usted disponer de mí.

—Lo primero, respondí, será ver que la caldera no estalle.

Dirigióse a la locomotora, con demasiada lentitud según creí.

—Pero muévase, por Dios!—le grité indignado.

Apresuróse, inclinándose un poco; pareció que se tambaleaba, como si tropezase; pero se recobró, y un momento después hundíase a gatas entre el montón de ferralla, vapor y fuego.

No sé cómo dió con la válvula, exponiéndose sin duda a asarse vivo veinte veces; pero de allí a poco, oí con satisfacción el chirrido salvador del escape.

Vuelto a mi lado, trabajó sin desfallecer, silencioso, apretados los labios, más pálido y más decidido cada vez, hasta la llegada del convoy de socorro.

Sólo entonces, mientras nos lavábamos en el ca-